Trabajó incansablemente desde su lugar persiguiendo justicia en causas de lesa humanidad.
Desde nuestro Centro queremos recordarla, y para hacerlo compartimos las sentidas palabras de nuestro colega Juan Pablo Fasano.
Mabel
Conocí a Mabel cuando tenía 19 años, en su oficina del
estudio jurídico al que yo acababa de entrar a trabajar, vestida con unos de
sus entonces habituales trajes de marinerita -definitivamente estrambóticos
para su edad y su profesión, el tipo de estándares contra el que le gustaba
rebelarse promediando los 40- y sus manos rebosantes de anillos y cadenitas
doradas. Ese día me explicó, anotando en una hoja en blanco con una lapicera
violeta y con su caligrafía grande y redondeada, qué me podía encontrar en esas
montañas de papeles de las que acababa de hacerme cargo bajo el pomposo nombre
de "archivo".
Ella me dijo, por primera vez, creo, esas dos palabras que
marcaron mi trayectoria posterior de modos entonces insospechados: Causa Trece.
Mabel me heredó desde entonces un lenguaje de familiaridad
con esos papeles que nunca me abandonó: los números de causas, las fichas, las
Actas Mecanografiadas...
Ella había trabajado con Julio C. Strassera y Luis Moreno
Ocampo en la Fiscalía ante la Cámara Federal en esa y otras causas. Había
escuchado con ellos los relatos entonces casi virginales de familiares y
sobrevivientes. Había trajinado -obsesivamente, no lo dudo- en la construcción
de esos 709 casos. El registro fílmico de las audiencias orales suma 530 horas.
Varias veces me pregunté cuántas más habrán pasado leyendo y escuchando esos
mismos testimonios para llegar a ese número condensado.
A principios de los noventa, Mabel había migrado junto con
Luis, algunos compañeros -y los papeles, claro-, de la Fiscalía al estudio.
Mabel portaba en el equipo de la fiscalía una condición que
parecía distinguirla en el grupo de colegas con los que trabajó en esos años
(al menos los que pude conocer): una gran amiga suya de la escuela, en su
provincia natal, estaba desaparecida. Me contó la historia, se me escapan los
detalles. Para entonces ella ya estudiaba en Buenos Aires. Lo contaba aún, en
1999-2000, como quien pelea con el fantasma del "algo habrá hecho".
Con esa pasión que no declamaba memoria pero le ponía el cuerpo
y el alma en tiempos del olvido y el silencio, Mabel me pedía cada tanto que le
buscara un testimonio en las Actas, porque la sobrina de Fulanita quería saber
la historia de su tía, o por causas de esa índole. En esos momentos me empezaba
a dar pistas: "–El testimonio de Mengano tiene que estar cerca de los de
tal y cual, fijate porque si no fue ese día fue el anterior o el
siguiente", con una familiaridad de presente continuo, como si apenas ayer
se hubiera separado de la carpeta verde con las hojas mecanografiadas y las
pilas de puchos que seguramente rodeaban al traqueteo de las máquinas de
escribir.
Si no lo encontraba, se venía conmigo a la cocina (donde
estaba el archivo), o al cuartucho del fondo donde estaba mi escritorio, y
revisaba las carpetas con la familiaridad de una creyente protestante hojeando
la Biblia para encontrar el versículo que igualmente recuerda de memoria.
Recuerdo vivamente su angustia cuando, recorriendo los nombres del índice me
preguntaba: “¿la historia de Tal o Cual, la sabés?” Cuando la respuesta era que
no, como solía ocurrir, me ofrecía un relato. Aunque mucho más afectivo y
cargado de una empatía, ese relato nunca perdía ni ahorraba un solo detalle
significativo de los que conservaban esas fotocopias que ya empezaban a pegotearse
entre sí a fuerza de absorber humedad, o amagaban desvanecerse.
Esas búsquedas me llevaron un día a leer los testimonios de
algunas sobrevivientes de la ESMA. Hijo de arquitectos o conato de Funes (el
memorioso), la cuidada reconstrucción narrativa de ese espacio se ve que me
impactó.
Al poco tiempo, el suplemento Radar publicó una tapa con un
plano que no había visto en mi vida. De una ojeada reconocí el Centro
Clandestino de Detención de la ESMA. La imagen ilustraba el reportaje colectivo
realizado en ocasión de la publicación de Nosotras,
presas políticas.
En ese momento, recuerdo, me asusté. Temí convertirme, como
Mabel, en un “loco del juicio”, un poco como los “locos de la guerra”.
Sí, cualquiera que haya conocido a Mabel en algún momento –al
menos por esos años– habrá pensado alguna vez que estaba un poco loca. Y su
preocupación obsesiva por preservar esos papeles parecía entonces, en tiempos
de puntos finales y obediencias debidas, un poco fuera de escuadra.
Esas escenas que hoy recuerdo con cariño me dejaban agotado
por su intensidad. Pero también me marcaron y me formaron, de algún modo. Mi
trayectoria vital y profesional quizás hubiera sido otra si no me hubiera
topado con Mabel. O no, quién sabe, pero la sola posibilidad de creerlo me hizo
pensar esa mañana de enero en que leí la noticia cuánto influyó Mabel en ese
jovencito tan hijo del "no te metás", del “algo habrán hecho" y
de los "dos demonios" como horizonte último de lo pensable.
Dejé de saber de Mabel regularmente cuando ella abandonó el
estudio, poco antes de que yo hiciera lo propio, hace más de diez años. La
última vez que la vi -literalmente- en una muestra fotográfica en el Museo de
la Memoria de Rosario. Posaba para la cámara vestida íntegramente de un verde
no chillón pero suficientemente fulgurante, con un saco de peluche y
seguramente atiborrada de collares y pulseras. El pelo mucho más largo que
cuando trabajábamos juntos, la cara minuciosa y ostensiblemente cubierta de
maquillaje (“pintada como una puerta”, diría mi abuela mal y pronto).
En el año que me pasé yendo y viniendo de Rosario por
trabajo no me crucé con ella. Mabel se había hecho cargo de la Fiscalía no
hacía mucho y trabajaba en un tramo de la causa "Guerrieri" que
estaba a punto de llegar a juicio oral.
Hacía mucho que no pensaba en Mabel cuando supe de su
fallecimiento por un comunicado de la Procuración que le hacía justicia
hablando de “su” Causa 13, "conocida como 'juicio a las juntas'”.
Me hubiera gustado poder decirle algunas de estas cosas café
mediante, en algún bar del Boulevard Oroño, cerca del Tribunal Oral. Ya no
podrá ser. La vida es así.
Conocí poco más que esto de Mabel y pasé años sin saber nada
de ella. Y aún así, saber que Mabel ya no está es una pena enorme. No puedo
dejar de pensar en lo simbólico de que se fuera justo cuando esa justicia por
la que trabajó entonces y hasta recién parece ser puesta en entredicho (una vez
más).
Yo no sé qué se la llevó. Leí, en varias notas de estos
días, que estaba enferma. También leí las cosas que estuvo haciendo en estos
años que perdimos contacto. La conocí lo suficiente como para saber que Mabel
padecía una de esas intensidades que hacen mella en el cuerpo.
Hoy, mientas la recuerdo, elijo creer que está, tintineante
y vestida de marinerita mirando con sus ojos enormes a otras Almas Justas que
la ven y piensan:
"–Ahí llegó la Loca
del Juicio". Y sonríen.
Historiador. Trabajó entre 2004 y 2013 en diversos proyectos sobre archivos, memoria y derechos humanos. Integra el PICT 1845, Perfiles socioeconómicos y culturas jurídicas. Estudio comparado entre jueces de primera instancia y jueces de paz de Buenos Aires y Santa Fe (1821-1854)